Ayer iba en el tren pegado a una chica. Literalmente. Debía de haber algún retraso porque estaba más lleno que de costumbre. De pronto esa chica se puso a hablar por teléfono. Al principio no le presté atención aunque podría haber entendido claramente lo que decía. Aunque esté prácticamente adjunto a ella no deja de estar feo escuchar conversaciones ajenas. Pero de repente la muchacha se alteró. Yo estaba escribiendo una entrada, pero la tuve que dejar para pensar en escribir esta. Sin entrar en detalles, voy a destacar lo que me sorprendió de su conversación. Aunque no hubiese querido escucharla me habría resultado imposible porque se puso a gritar, a pesar de que me dio la sensación de que intentó no subir mucho la voz (o quizás es que su tono no daba para más).
Hablaba, supongo, con su pareja, que imagino debía vivir en otro pueblo. Ella le dijo que estaba mal, que él lo sabía de sobra, y que claro que quería que bajase (a verla o estar con ella), pero igual que ella no se lo pidió él cuando estuvo mal ella tampoco creía que tuviera que pedírselo. Tenía que haber salido de él. Entonces se enfadó, soltó un improperio entre sollozos y colgó. Suspiraba mientras aguantaba sus enormes ganas de llorar ante un vagón lleno de gente. Gente que, por otro lado, no le prestaba la más mínima atención. Observé a mi alrededor y nadie hizo ni un solo movimiento a pesar del momento de tensión. Fueron dos minutos en los que la muchacha estaba cogiendo su cara con la expresión de tener la moral por los suelos. Y en ese tiempo me entraron ganas de darle un abrazo, porque noté en ella una enorme falta de cariño. Quizá le habría venido bien. Mientras lo pensaba le sonó de nuevo el teléfono.
Evidentemente, era el de antes. Sin darle tiempo a decir nada le espetó dos frases de forma repetida. «Que sea la última vez que me dices ‘llora un poquito‘ sabiendo como estoy de mal» y «Llorar no es de niños pequeños, lo hace todo el mundo, mayores y niños», entiendo que por respuesta a lo que le dijo su interlocutor a la primera frase.
Mientras me acordaba de la entrada que mi querida Mara nos compartió hace unas semanas, Si me quisieras, pensaba. Pensaba en si no sería el tipo el mismo sobre el que ella realizó la entrada (ella no porque no coincidía con el perfil de lo que Mara describió), o si sería un familiar directo. Pensaba en cómo podía un tío ser tan garrulo con su pareja y —entendiendo que sabía que la muchacha debe tener ataques de ansiedad o así– reírse de su problema con esa frase demoledora que le hizo colgar la primera vez. Pensaba en cómo podía atacarla después diciéndole que hay que ser infantil para llorar (o algo similar). Pensaba en que yo lloro, y mucho, y me alegro porque significa que siento. Pensaba en las últimas palabras de la entrada de Mara, que no desvelaré para que la leáis porque merece la pena. Pensaba en cómo tras colgar por segunda vez no había decidido no verle más, porque cuando uno está muy mal lo último que necesita es que se burlen y le denigren.
Y luego recordé que cada uno tiene su vida, aguanta lo que cree que debe y si no le mandó a paseo, sus motivos tendría. A la mente me vino la frase que circula por las redes sociales y que dice «Si solo conocemos la versión de Caperucita, el lobo será siempre el malo». Aunque bien es cierto que la chica daba la sensación de pasarlo fatal, y nadie se inmutó. Por un momento vi la frialdad de tanta gente ajena a la situación, aunque todos seguramente lo habían escuchado como yo. Cierto es que siempre viene a la cabeza en situaciones así el caso de Jesús Neira, en el que la «salvada» estaba de parte del que le dio la paliza a su «salvador». En un mundo así de extraño, lo normal es que a la gente no le apetezca ayudar a nadie. Aunque sea demasiado triste.
¿Crees que llorar es de críos? ¿Tendría que haberle mandado al carajo la muchacha? ¿Sería necesario escuchar lo que él tenga que decir al respecto de la situación para emitir un juicio justo? ¿Habrías dado apoyo a la muchacha en ese mal momento que tuvo?