La chica del hospital

Cruz RojaAyer tuve que ir al hospital por una revisión (mejorando, así que la cosa va bien), y me encontré con una chica en la sala de espera que llamó mi atención con sus actos. No me conoce, no la conozco, es del todo improbable que lea el blog (no porque no sepa leer, sino por las dos afirmaciones anteriores), pero aún así merece que le dedique esta entrada. La chica en cuestión, pelirroja teñida, no dejó de sonreír ni un instante a toda la gente que cruzaba la mirada con ella, y eso anima el día a cualquiera. Ver que alguien sin conocerte de nada te sonríe, te anima a sonreír a ti, ya lo dije hace un par de meses. Además, fue la única que ayudó a otra mujer acompañada de un hombre, quizá su padre, con muchas dificultades para ver y que no era capaz de sentarse. Mientras el resto miraba ella actuó. También tuvo tiempo de abrir y mantener la puerta a una enfermera para que pudiera acceder a la sala sin muchos problemas con un paciente en silla de ruedas. Y de cogerle el volante médico a dos personas que por su estatura no llegaban a depositarlo en el buzón correspondiente y hacerlo ella en su lugar.

SonreírSí, soy consciente de que son cosas sin demasiada importancia para alguien con todas sus facultades intactas, detalles, actos pequeños que no costaban el exceso. Pero nadie salvo ella los llevó a cabo. Nadie salvo ella se levantó de la silla cuantas veces fueron necesarias para hacer algo por los demás, por insignificante que pareciera. Si tan poco costaba, ¿por qué nadie más lo hizo?

Antes de irme de la sala de espera, mientras esperaba con mi pequeña en brazos a que personal del hospital viniera a recogernos para llevarnos a otra zona, se levantó y me ofreció esperar sentado en su lugar. Le agradecí el gesto y le dije que no me hacía falta porque venían a buscarnos en breve. Entablé conversación con ella mientras esperaba y la miraba sonriendo, pensando en el nombre de esta entrada y en lo que iba a poner de ella. Estuve tentado de decirle que iba a hacerle la entrada, pero no me atreví.

Chica del hospital, sé que no me vas a leer, pero por si acaso, muchas gracias. Hace falta más gente como tú.

Reunión de cerdos con perros

Cerdos y perros

Hace tiempo que vengo observando algo. En los barrios de mi pueblo donde hay amplias zonas peatonales y con parques para los niños se vienen reuniendo grupitos de adolescentes irresponsables con perros. Dejando a un lado que casualmente ninguno de los canes es un chihuahua o similar, me llama mucho la atención que todos los perros están sueltos y los dueños sentados y fumando en un banco, supongo que también charlando. Y no he visto ninguno, y prometo que me he esforzado, que tenga una sola bolsa. O varias, porque con tanto animal una bolsa igual es poco y se acaban ensuciando la manos.

Regalo deseadoSin ánimo de acusar a nadie, cuando uno pasea después por esas zonas o los niños acortan para llegar al parque, lo más probable es que alguien se encuentre con un regalo no solicitado y, lo que es peor, que se lo lleve pegado en la zapatilla hasta casa de forma inconsciente. El problema es que no sólo ocurre con los jóvenes, sino que también muchos «adultos» incívicos y sinvergüenzas hacen lo propio con sus mascotas. Esos tienen una técnica más perfeccionada, que consiste en llevar siempre una bolsa (la misma) atada a la correa. En ocasiones ya está descolorida, lo que indica que el amo gasta muy poco dinero en bolsas y que ya va siendo hora de cambiarla, al menos por apariencia (porque vergüenza no tiene).

Regalo no deseadoEn ocasiones pienso que esa buena gente lo hace mirando por el prójimo y deseando que les toque la lotería. Es por todos conocida la asociación de la buena suerte con el hecho de llevarte el premio en la suela. ¿Y si sólo quieren nuestro bien? Sin embargo, yo discrepo de esta asociación por dos motivos. El primero, porque durante un año hice un estudio empírico con un amigo que se dedicaba a pisar todas las que veía y los resultados no fueran satisfactorios en absoluto. Está en el paro, le han operado tres veces y no encuentra una mujer con la que formar la familia que desea. El segundo, porque algo que huele mal, es muy complicado de quitar, te pone de mala leche y te hace soltar improperios no puede ser sinónimo de buena suerte, a menos que tengamos en cuenta la teoría compensatoria.

¿Por qué llevan a los perros a que dejen sus cosas en la calle, porque es de todos? ¿Por qué no les enseñan a ir al váter? Eso les daría mucho tiempo libre. ¿Por qué no los sacan al balcón a hacer sus necesidades? Así, si la mujer un día va apurada le puede decir «Cariño, hoy no cocines«. Estaría bien también que dejaran su regalo en mitad del pasillo, así podrían saber lo que sienten los demás con su generosa forma de compartir las sobras de sus mascotas. Si viera a alguno hacer eso me entrarían ganas de decirle lo que leí una vez en un cartel: «Sé limpio. Los restos de TUS animales son TUYOS. No los compartas«.

¿A ti también te saca de tus casillas ver la acera sucia? ¿Crees que debería haber una normativa más restrictiva en parques y zonas infantiles? ¿Crees que es cierto que llevarse el premio a casa da buena suerte?

Historias de hospital

Antes de irme de vacaciones tuve que pasar 7 horas de mi vida en la sala de espera de un hospital por un dolor de espalda. Durante ese tiempo poder ver muchas cosas y ser consciente de lo que había a mi alrededor. Básicamente me encontré gente muy enferma, y a menudo pensaba que lo que tenía yo no era nada comparado con lo que había por allí. Vi dolores de todo tipo, heridas a causa de una reyerta un golpe a mano abierta en un cristal (¿estamos tontos?), niños pequeños que se convirtieron en héroes para mí por la cantidad horas que aguantaron sin llorar ni montar un espectáculo, presencié (lástima que no desde el principio) una bronca entre dos mujeres por un problema con uno de esos niños e incluso me dejé hablar por un vigilante chulo y prepotente que alardeaba de lo importante que era su presencia y que agachó la cabeza en un enfrentamiento que hubo enfermera-ciudadano (amigo del chico de la reyerta del golpe en el cristal) y que no hizo nada por defender a la mujer (¿compañera? que además tenía razón; en este momento me pregunté por qué se le está pagando un sueldo a ese individuo).

Móvil pegadoSin embargo, en mis entradas y salidas a la sala de espera aguardando que se vaciase poco a poco de gente hasta que me tocase ser llamado, presencié algo que me llamó mucho la atención. Y lo hizo por curioso y por triste a partes iguales. A tenor del estudio visual que realicé de ellas (lo suficientemente lejos como para que no vieran que las observaba pero tampoco para entender qué decían), deduje que eran dos hermanas porque ambas mujeres tenían facciones similares. Así es mi forma de sacar de conclusiones, nada precipitada y basada en estudios pormenorizados.

Estuvieron bastantes horas por allí, como yo. Y de vez en cuando salían de la sala de espera o entraban de la calle al rellano para charlar. Y las conversaciones, durasen lo que durasen, siempre eran iguales. Una de ellas, mirando a la otra para contarle cosas o para escuchar lo que decía. La segunda, mirando al móvil que algún ser malvado había pegado a su palma con Super Glue 3 y del cual no podía separarse por más que lo intentase (como aquella mujer a un móvil pegada). Super glue 3Bueno, la verdad es que no lo intentaba, pero seguro que lo tenía pegado. Por eso sólo podía mirarse la mano en la que tenía el teléfono de forma constante, mientras ¿escuchaba? lo que la otra mujer le decía, y mientras respondía ¿coherentemente? a lo que la otra mujer contaba.

¿Cómo podía ser capaz de no levantar la vista ni una sola vez? ¿Serían hermanas o hermanastras? ¿Habrían sido separadas al nacer? Parecía imposible que ambas hubiesen salido del mismo ámbito familiar. ¿Serían amigas? Eso explicaría que una fuese educada y la otra tuviera menos vergüenza que un gato en una matanza. Fueran lo que fuesen, ¿por qué la señora no tuvo la educación suficiente de dejar el móvil mientras hablaba con su acompañante? Tan desagradable era la conversación que estaba manteniendo con ella? ¡Si hasta en ocasiones se reía! Cada día se habla más de la movildependencia que tenemos en todos nuestros aspectos, y parece que la cosa va siempre a peor. No ya porque el nivel de adicción va en aumento, que eso ya es un problema en sí grave, sino porque el nivel de educación va disminuyendo en la misma proporción.

¿Y tú? ¿Eres de los que habla con un ojo en el móvil y el otro en la persona? ¿Eres de los que en las conversaciones se aíslan para usar el móvil o de los que detesta a la gente que hace esto? ¿Qué otras cosas te curiosas te han ocurrido en una sala de espera?

Las normas están para saltárselas

Fuera de los tubos

El refranero español es muy amplio, y tiene sentencias para todos los gustos y situaciones. Y para que esto suceda a menudo tienen que ser contrarios. Por ello no es difícil encontrar que «a quien madruga Dios le ayuda» y «no por mucho madrugar amanece más temprano«, o que aunque «no hay mal que cien años dure» y «mala hierba nunca muere«. Hay gente que tiene en los refranes su metodología de razonamiento, y algunos incluso si modo de vida. Y aunque «el desconocimiento de la norma no exime de su cumplimiento«, algunos piensan que «hecha la ley, hecha la trampa«, y sobre todo que «las normas están para saltárselas«. Y bajo este último precepto, o bajo el de ‘paso de todo‘, se rigen muchos en los parques acuáticos. Quizá sea por haberme criado con uno en el pueblo y haber ido casi todos los años desde que mi memoria alcanza. O quizá porque escucho lo que dicen los socorristas y leo los carteles.

SilbatoYo diría que casi todas las piscinas donde acaban las atracciones y las zonas de acceso a las mismas tienen al menos uno en el que reza algo parecido a: «Al salir de la atracción no se quede en el agua y retírese de los tubos«. Sé que también es sentido común, quedarse por ahí es arriesgarse a que el que sale del agujero negro sea un señor de 90 kilos a gran velocidad y que se produzca un disgusto. Sin embargo, es considerable la cantidad de personas y de niños que no hacen ni caso. Y ya no es por los niños, que ellos bastante tienen con jugar, es como siempre, por los padres. Y los pobres socorristas, encima, ahí están dándole continuamente al silbato, intentando sin éxito llamar los atención de los adultos curiosos y de los padres de la niños juguetones. Sé que no todos los menores de cuarenta saben leer, y también que hay mucha gente con problemas de audición. Lo que no tengo tan claro es que se junten las dos cosas a la vez y que encima vayan todos a la misma atracción que yo en el mismo instante que estoy yo. Demasiada casualidad.

PiscinaCuando algo así ocurre, detienen la atracción y no puede tirarse nadie hasta que se quiten. Eso es especialmente gracioso cuando tras media hora de cola al sol, uno es el siguiente y no le dan a la vez. A veces he estado tentado de levantarme (porque me encuentro sentado esperando la señal de aprobación del socorrista, que tarda más en llegar que el gordo de Navidad) y darle una voz: «¿Te quieres quitar de la salida para que podamos seguir tirándonos?«. Pero si no hacen caso a carteles y socorristas, ¿me lo van a hacer a mí?

¿Por qué cuando suena incesantemente un silbato de socorrista a la gente no le da tan siquiera curiosidad de saber por qué lo hace y le mira? ¿Por qué se hace caso omiso de las señales y se juega de esa forma con el peligro? ¿Por qué los padres dejan a los niños (he visto de menos de dos años) que paseen tranquilamente por ahí como si el sitio fuera de ellos? ¿Tan poco les importa la seguridad de sus pequeños? ¿No les da por pensar que si todos los que se tiran se quedaran allí solo podrían tirarse unos diez en todo el día? ¿Has ido a algún parque acuático? ¿Te has dao cuenta tú también de la gente que se queda en la salida de los tubos?

Compartir es vivir, pero no siempre

Radio

He dicho en más de una ocasión que la gente en general es poco solidaria. No sé si es eso o falta de empatía, pero desde luego no es ejemplar. Sin embargo, hay otro gran número de personas que albergan un gran sentimiento de solidaridad en su interior y hacen lo posible por compartir. Aunque tampoco puede decirse que sean un buen referente.

Hay diversas personas que tienen el gusto musical concentrado en un tipo de música. No necesita ser ninguno en concreto, cualquiera vale: el reguetón, el flamenco, el techno… Y quizá porque es lo único que conocen o porque se creen que ese estilo es la panacea musical, lo distribuyen gratuitamente al resto del mundo allí donde se encuentran. Que les guste solamente un género musical no es malo. Que el resto del mundo tenga que «disfrutar» de él sin solicitarlo es lo nocivo.

Ayer, sin ir más lejos, estaba dando un paseo por mi barrio y empecé a escuchar una música con cierta claridad. Pero no había nadie alrededor. Según iba caminando aumentaba su volumen, con lo que podía escuchar al señor que cantaba reguetón como si estuviera a mi lado. Al fin vislumbré, en un aparcamiento lejano, dos figuras humanas junto a un coche con todas las puertas abiertas, incluido el maletero. ¿Por qué no estaban dentro del coche con las puertas cerradas? ¿Les había pedido yo que me dejaran escuchar ese ruido que salía del coche? Puestos a compartir, ¿por qué no compartían billetes?

Móvil a todo volumenEsto también les pasa a muchos que circulan en transporte público. Independientemente de la hora que sea descubren que tienen la necesidad imperiosa de ofertar al resto de viajeros su catálogo musical, confeccionado con un gusto peculiar. Vamos, que ponen a todo volumen la música que tienen en el móvil, y que para el resto de pasajeros puede ser basura para los oídos. ¿Tienen una voz en la cabeza que les pide hacer eso? Si es así, del mal el menos, hay gente que escucha cosas mucho peores. Cada vez que ocurre algo similar pienso lo mismo: que una fuerza sobrenatural (o la del viajero de al lado) se apodere de su brazo y le coloque unos auriculares de Renfe. En cinco segundos se le pasa la tontería del volumen al máximo. O quizá no, porque entonces se quedan sin oír y son capaces de ponerla más alta todavía… Sinceramente, a toda esta gente siempre me dan ganas de decirles algo, pero luego pienso que es una pérdida de tiempo. Ni me van a escuchar, ni me van a hacer caso.

¿Te ha ocurrido algo parecido? ¿Eres de los que pone la música a todo trapo o de los que detestan escuchar lo que lleva el de al lado?

No den de comer a los animales

No den de comer a los animales

Ser padre es algo complicado. Todos sabemos que los niños no vienen con libro de instrucciones, que uno nunca sabe qué estará haciendo bien o mal en la educación de sus pequeños, o si conseguirá que sean buenas personas para las que el respeto y la educación sean valores predominantes. Sin embargo, no puedo entender cómo hay gente que se empeña en dificultar más las cosas de lo que ya lo son.

El fin de semana pasado estuvimos en Rascafría. Es un sitio bonito, tiene muchos lugares para pasear entre naturaleza, para realizar senderismo… Está muy bien para ir con amigos, en pareja o en familia, porque tienes opciones de todos los tipos. En uno de los paseos que dimos, cerca del Monasterio del Paular, encontramos un lugar con un rebaño de ovejas negras. En los carteles se pedía por favor que no se les diera de comer. Mis pequeños estaban maravillados viéndolas, los animales para ellos son un mundo. Y el mayor quiso darles de comer. Yo le expliqué que no podíamos hacerlo porque en los carteles ponía que no lo hiciéramos. Al consultarme por qué le expliqué que podían ponerse malas, que no podíamos darle cosas que no comieran, y que si lo hacíamos el dueño se enfadaría con nosotros y nos regañaría. Le gustaría más o menos mi explicación, pero se quedó conforme. Las vio y nada más.

Soy un cartel que quiere ser leídoA los dos minutos llegó una pareja de personas mayores. La mujer se puso a decirles cosas, a gritarles «Pobrecillas, seguro que tenéis hambre«, y ni corta ni perezosa se fue a un árbol que había a nuestro lado a arrancar hojas para tirárselas. Mi hijo lo vio y evidentemente dijo a voces: «¡Papá, esa señora está dando de comer a las ovejas!«. Como él no sabe que la gente no lee los carteles pero yo sí, le dije en un tono de voz que todos escucharon: «¡Sí, cariño, pero está muy mal porque no se les puede dar, lo pone en los carteles y se pueden poner malitas!«. La señora no sólo no hizo ni caso, sino que siguió diciéndoles – como en respuesta a mi frase – a los animales: «Pero cómo no os voy a dar, si seguro que estáis hambrientas«. Y fue a coger más hojas. Como empecé a mirarla de mala leche el marido le echó la bronca y se la llevó cuando iba a coger por una tercera vez.

Yo me quedé descompuesto por la impresión que se llevó el pequeño. ¿Por qué él no podía hacerlo y la otra mujer sí? ¿Por qué ella lo había hecho y no había pasado nada? ¿Por qué yo no le dejaba si otras personas lo hacían? ¿Qué podía hacer yo, decirle «Ah, venga, no pasa nada, hazlo» y desdecirme de lo que le había comentado minutos antes por una señora mayor sinvergüenza? ¿Cómo enseñarle a respetar las reglas cuando el de al lado no lo hace y encima se jacta de ello?

Por favor, señores y señoras sinvergüenzas y maleducados que transitan por el mundo: no me den más trabajo del que ya me da la vida. Si quieren saltarse alguna norma, que sea la de no nadar en alta mar. De esa seguro que mis hijos no me piden explicaciones.


Si no lo has hecho ya, te invito a dar un paseo por las nuevas secciones del blog: Premios, Publicaciones, Acerca de mí.

Por las personas luchadoras

Personas luchadoras

Todo el mundo es, en mayor o menor medida, un luchador. La vida no es fácil para nadie. Igual que los niños no venimos con un libro de instrucciones para los padres, ellos no tienen uno para nosotros en el que nos enseñen cómo afrontar lo que nos tocará vivir a partir del momento en que empezamos a tener consciencia. Y seguir adelante cada día, con los problemas que se nos ponen por delante, es ya suficiente motivo para ser considerada una persona luchadora.

Yo me considero un luchador a mi manera, tuve una infancia difícil durante mis años de colegio. Durante muchos años fui objeto de burla de muchos de mis compañeros, de los cuales guardo un ingrato recuerdo. A menudo pensaba «Si somos casi 30, ¿por qué siempre me toca a mí?«. Estoy seguro de que mis padres tuvieron que hacer maravillas para que siempre mantuviera intactas las ganas de seguir asistiendo al colegio y de seguir estudiando. Conservo muchos recuerdos de esa época, pero no quiero hacer balance. Con esta entrada no pretendo hacerme la víctima, ni mucho menos. Solo que llegó un momento en el último año en el que estaba deseando pasar al instituto para dejar atrás todo lo que me rodeaba. Me encantaba el colegio, lo que no soportaba era a la gente que había en él. Afortunadamente siempre encontré (pocas) personas con la que disfrutar de buenos momentos.

Sin embargo, a lo largo de la vida me he encontrado con personas que me ha parecido que son luchadoras en mayor medida que el resto. Mis padres, mi mujer, mi suegra, cada uno a su manera han tenido que luchar contra los impedimentos que le ha puesto la vida por delante. Nunca le he dado la importancia que quizá se merece, pero con el blog he conocido de manera casi simultánea a tres personas que son unas grandes luchadoras. Cada una a su forma, pero quisiera dedicarle también esta entrada a ellas.

Personas luchadorasA la mujer que lleva años luchando por las injusticias. Una persona alegre, inquieta, que proclama a los cuatro vientos que las cosas pueden ser de otra manera. Una persona que lucha para que todo cambie para mejor, y que nunca se da por vencida. A la mujer que lleva recorriendo durante muchísimo tiempo un largo y difícil camino para lograr concebir un hijo. Ese hijo que complete el sueño que tiene desde hace mucho tiempo de ser madre. Un camino lleno de dificultades y dolores, físicos y mentales, ante el que lucha siempre con una sonrisa. A la mujer que tuvo una de las infancias más duras que jamás veré, y que se ha convertido en una estupenda persona, trabajadora, generosa, cordial y alegre. Luchadora para convertirse en lo que es hoy. Ellas ya saben quiénes son.

No quiero olvidar al superviviente de aquél fatídico 11 de marzo, que puso los vellos de punta a todo el país, y que lucha por volver a vivir como lo hacía antes de que todo ocurriese, siendo una de las personas que más admiración me causa por su gran capacidad intelectual. Tampoco a la mujer que tuvo que luchar contra la pérdida de su joven hija a manos de una mortal enfermedad, generando un vacío que intenta llenar con los gratos recuerdos que aún conserva de ella, y con el cariño que le ofrecen los que le rodean, tanto amigos como familiares. Ni a la mujer que un día despertó sola junto a sus hijas, a cientos de kilómetros de su vida, lejos de su familia, de sus amigos, de su entorno, de todo lo que tenía. La mujer que ha tenido que luchar contra quien un día le apartó de su vida ofreciéndole algo que no le dio. Ellos también saben quiénes son.

Por todos ellos, y por los que se me han quedado fuera pero también se lo merecen. Nunca dejéis de luchar. Toda lucha tiene su recompensa.


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La razón de lo absurdo

Ayer decidí hacer una pequeña compra de fruta mientras el pequeño disfrutaba de su actividad extraescolar. Aunque ya dije en su momento que para esto soy un poco torpe, la fruta entra dentro del ámbito de lo que me veo capaz de comprar.

Después de haber cogido y pesado unas mandarinas, me fui a por naranjas, que están al lado. Mientras las cogía, llegó una pareja de personas mayores a coger también mandarinas. Ella le dijo al hombre (que supongo que sería su marido): «Anda, bájamelas de caja que tan arriba no llego«. La caja inferior estaba vacía, y la pobre señora no llegaba a la superior donde se encontraba el género. El hombre se dispuso a ponerlo todo al alcance de la señora, para lo cual manoseó todas las piezas, obviamente sin guantes. ¿Qué sentido tenía lo que estaba haciendo la mujer? Quiero decir, el hombre ya había palpado con sus manos desnudas toda la caja, ¿qué más daba que ella también lo hiciera? ¿Tan sucias tenía las manos con respecto a él?

Afortunadamente para mí, ya me había servido, pero nadie me dice que no otros hubieran hecho lo mismo anteriormente con el resto de fruta que me llevé. Porque las naranjas y las mandarinas se pelan sí o sí, pero hay frutas como las manzanas, las peras o los melocotones, que se pueden comer con piel y no dejan de estar igualmente ricas. ¿Con qué tendría que lavarlas para asegurarse de que no se cogerá nada extraño proveniente de otro ser humano menos higiénico que yo, con amoníaco? Y pensar que algunos simplemente le sacan un poco de brillo a la fruta con la camiseta y se la llevan a la boca…

En fin, ya sabemos que la gente no acostumbra a leer los carteles, pero parece que tampoco se fijan en el de al lado… a menos que éste haga algo que le dé envidia. Porque yo sí que llevé mis guantes de plástico en todo momento, tal y como solicita la decena de carteles que hay en la zona de la frutería… De todas formas, la moda de los guantes y la higiene es relativamente moderna. Yo recuerdo que de pequeño las señoras tocaban a mano descubierta todas las piezas de fruta intentando ver, al tacto, cuál estaba mejor. Y no pasaba nada. Quizá porque la gente antes se lavaba más e iba más limpia. Quizá porque lavaba siempre la fruta antes de comerla. Si ahora nos ponen esos carteles y los guantes es porque algo claro pasa: somos más guarros que antaño. Así que, por favor, a lavarse las manos todos ahora mismo. Hay que empezar a crear el hábito.


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Insulto fácil

Hace semanas que me he dado cuenta de algo que acontece en multitud de foros y sobre todo en las redes sociales. Este país está lleno de valientes, que son aquéllos cuyo único fin en su mugrienta vida es acceder a dichos foros o redes sociales con el (¿único?) fin de descalificar a todos los que versen opiniones distintas a las suyas. Lo peor es que los hay a espuertas. Más de los que pueda imaginar cualquiera. Y por más que lo pienso no logro entender por qué ocurre. ¿Son mejores personas? ¿Son más fuertes? ¿Creen que son personas con más valor que las que agreden?

El gran problema es la facilidad que se tiene en estos lugares para insultar y faltar al respeto a los demás de forma impune. Los motivos no tienen que ser siquiera fundados, hay mucho bobo que se enciende con facilidad. A veces es suficiente con publicar varias veces una idea contraria a la de ese bobo. Lo más bonito que puede llamar a quien publica eso es «Hijo de mil padres» o «Seguro que no sabes si tu padre tiene dos patas o cuatro» (hay que tener en cuenta que en este blog no utilizo palabras malsonantes).

Otras veces es suficiente con existir y que se produzcan cambios en uno mismo, que es lo que le pasó recientemente a Cristina Pedroche. Y si se trata de un tema que puede tener diversidad de opiniones (política o fútbol los más destacados), cuando alguien deja una opinión fuera de lugar o que no se adapta a la manera de pensar de otros (o del resto de un pequeño grupo), la mayoría no le rebate con argumentos, sino que se limita a airear sin prueba alguna su nulo coeficiente intelectual con frases del tipo: «Tú qué vas a pensar, si tienes el cerebro del tamaño de un alfiler«. Eso es argumentar.

Esto es algo que se produce en Internet, y estoy convencido de que es porque ahí nadie conoce a nadie, no se tiene a la víctima delante, y como es muy difícil alcanzar a la persona que escribe esas barbaridades, todo es mucho más fácil. Es sencillo insultar y descalificar si no se ve a quién se agrede. Y es algo que me llama la atención sobre estos valientes, y que me hacen preguntarme algo. Si se encontraran conversando en una habitación con personas que no conocen de nada (como es el caso de foros y grupos de redes sociales) y en mitad de la misma un tertuliano comenzara a defender una idea diferente a sus principios o sin demasiada base lógica, ¿también le insultarían así? ¿Le faltarían al respeto tan descaradamente? Los que a menudo se unen al descalificador en Internet, ¿también se atreverían en este caso a aliarse para ofenderle?


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Más historias del suburbano

Lo confieso. Soy un asiduo del transporte público. Por distintas ventajas prefiero usar, en la medida de lo posible, el tren, el metro o el autobús. Sin embargo, haciéndolo puedo darme cuenta de que no sólo la mayoría de la gente va a la suya, sino que no le importa fastidiar al de al lado si con eso consigue su objetivo. Esto ocurre, por ejemplo, cuando la gente no deja salir para entrar, o cuando se arremolinan en la puerta al acceder al vagón sin permitir el paso de más personas. Pero una situación que me exaspera de verdad es la que se produce cuando a alguien se le ocurre ir con carrito, como yo hasta no hace mucho.

Ir al metro o al tren con un carrito es como pensar en las comisiones que cobran los bancos. Uno sabe que pase lo que pase se va a cabrear con ello. Y no porque viajar con un bebé se haga insufrible, ellos se lo pasan muy bien mirando por la ventanilla, esperando que llegue el tren o viendo cómo se va el del otro andén, se hace desesperante por la gente que hay alrededor. Y es que no es normal tener que hacer cola ante un torno de acceso que es el doble de ancho que el resto, cuando los otros 5 contiguos están vacíos, simplemente porque es el más cercano a la puerta de entrada. No puedo entender por qué si yo sólo tengo un lugar por el que entrar y salir lo tiene que usar gente que presumiblemente no pesa más de 120 kilos y se mueve con soltura, no va con muletas ni necesita silla de ruedas.

¿Tanto cuesta dar un máximo de 10 pasos? (contados, es que no hay más entre un extremo y otro) ¿Tan vaga y sinvergüenza es la gente? Supongo que sí, porque esos que utilizan el torno por el que una persona con carrito tiene prioridad son los mismos que en cuanto lo cruzan salen corriendo hacia el ascensor, despavoridos, como huyendo del de atrás. Le dan impacientemente al botón para abrir las puertas, entran a toda velocidad y pulsan a la vez el botón de la planta y el del cierre de puertas. Ven que hay un carrito y no pueden permitirse el lujo de perder el tiempo esperando a que llegue, mejor que espere el portador del carro, que seguramente no tenga prisa por ir a ninguna parte. Como con el carro no puede correr…

La verdad es que da mucho coraje ver cómo la gente te birla el ascensor en tus narices. Pero mucho más coraje da llegar con el carro al ascensor, ver cómo se abren las puertas y entra gente sin limitaciones físicas (como silla de ruedas o muletas) pero con muchas limitaciones cerebrales (y aun así no son personal preferente), y comprobar que cuando llega tu hora el carrito no entra. Si aún queda gente delante de mí sólo espeto un “Cuánto vago y sinvergüenza”, pero si estoy el siguiente para entrar alguna vez he bloqueado la puerta para evitar que cierre. Nunca nadie me ha dicho nada, ni me ha mirado demasiado mal, de hecho alguna vez hasta conseguí que un par de personas salieran para poder pasar yo. De no haber actuado así, ¿acaso alguno de los que me veía habría salido para cederme su lugar? Por supuesto que no. Si hasta hay personas que ni se molestan en abrir las puertas para que pase otro más

Supongo que el tiempo de la gente vale mucho (más que el mío incluso), y tener que esperar otro ascensor es inconcebible. Como si sus vidas tuvieran más valor que las del resto. ¿Tanto les cuesta a todos utilizar las escaleras, en la mayoría de los casos, mecánicas? Con éstas ni siquiera tendrían que andar, se mueven solas. Pero el remate final se produjo ayer, al volver del trabajo.

Había mucha gente esperando al ascensor. Antes de entrar, eché un vistazo para ver si se acercaba alguien con preferencia. Como no era el caso, entré. Las puertas se cerraban y abrían, quizá por exceso de gente. Mientras, a la puerta había llegado una mujer con un carrito gemelar. Nadie hizo nada a pesar de estar a pie de calle y de hacer un frío considerable. Estuve a punto de decirle a los que estaban en la puerta que la dejaran entrar. Pero no hizo falta, unas cuatro personas salieron jurando en arameo por la pérdida de tiempo que les había supuesto estar viendo cómo se abrían y cerraban las puertas. El chico que quedó al lado de los botones se apresuró a cerrar de nuevo. Indignado, me acerqué a la botonera (ahora ya tenía hueco para llegar) y antes de que cerrasen del todo las volví a abrir. Me salí y le pedí a la señora que entrara. Me dijo que no cabíamos todos, y le respondí (con mi sutil tono de voz) que ella tenía preferencia, y que si no entraba, nos tendríamos que salir todos los que fueran necesarios.

Qué iluso. Nadie más se inmutó salvo para juntarse más y conseguir entrar. Esa vez sí cerraron las puertas, mientras la mujer me agradecía el gesto. El ascensor subió en menos de un minuto. ¿Tan importante es un minuto en la vida de una persona para no dejarle el sitio a quién de verdad lo necesita? ¿Sólo yo me di cuenta de bajarme para que subieran ellos? ¿Por qué las personas son tan insolidarias? Sinceramente, creo que el mundo iría mucho mejor si la gente dejara de mirarse tanto el ombligo.

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